El pasado martes, día 8 de Septiembre, una pequeña noticia en algunos medios reseñaba la condena a muerte de dos ciudadanos (ex-militares) noruegos en la República Democrática del Congo (RDC). Los dos hombres, de 27 y 28 años, estaban acusados de haber asesinado a su chófer de un disparo a la cabeza. Ni quiero, ni puedo, hacer aquí ningún comentario acerca de este caso – los detalles del cual son totalmente desconocidos para mí. Me gustaría dar sin embargo mi perspectiva personal acerca del marco político en el que se puede encuadrar esta noticia.
Lo que llamó mi atención – ya que la noticia en sí no contiene nada extraordinario – es el constraste entre la innegable existencia de la condena a muerte de estos dos ciudadanos (y el reconocimiento de ésta por parte de la comunidad internacional), y la situación de un país que para algunos analistas simplemente no existe. En un artículo que levantó una gran polvareda publicado en Foreign Policy la pasada primavera, Jeffrey Herbsy y Greg Mills argumentaban que simple y llanamente «No Hay Congo». Para estos la ficción – o “hipocresía” para Steven Krasner – de la soberanía nacional en el caso de la RDC se convierte en algo peligroso, y en la principal causa de los problemas del area centroafricana. Como consecuencia los autores defienden el abandono de toda pretesión jurídica y abogan por el abandono de Kishasha como intermediario, en favor de una más directa intervención internacional en las distintas regiones – especialmente en los Kivus (Norte y Sur).
Este artículo ha sido contestado a lo largo de la primavera y el verano por distintos comentaristas – por ejemplo Ali M. Malau y Timothy Raeymaekers que han señalado que no sólo sí que existe el Congo, sino que además una gran parte de los problemas y de la más que triste historia del país son resultado no de las acciones o caracteristicas del Congo en sí, sino de los distintos países (europeos y africanos) que han afectado y dirigido la suerte del país desde su colonización por parte del rey Leopoldo, pasando por el asesinato de Patrice Lumumba e incluyendo el expolio de las grandes riquezas naturales del país – diamantes, madera y más recientemenete coltán.

Una de las respuestas más acertadas al artículo de Herbst y Mills es la dada por la reportera Delphine Schrank; para ella el Congo existe, al menos, en la mente de todos sus ciudadanos que se sienten congoleños. Esta claro que, como cualquier otra nación, el Congo es una «comunidad imaginada» (en la famosa frase de Benedict Anderson), que existe a pesar de la falta de infraestructuras y la constante guerra en su extremo oriental. Y es aquí donde, en mi opinión, este debate se encuentra con la noticia de la condena de los dos ex-militares noruegos. Porque una parte fundamental de imaginarse como comunidad es distanciarse de otras comunidades y, dada la historia del país, un elemento importante del emergente nacionalismo congoleño parece ser la desconfianza y el recelo hacia los extranjeros que tanto mal han hecho y tanto han robado a su país. Esto explica los aplausos de las sala al conocerse la condena a muerte y la orden de que los condenados además pagaran ¡¡$60 millones como compensación!!