Uno de los grandes debates que emergen periódicamente en el estudio de África por parte de politólogos o africanistas pertenecientes a otras disciplinas, es el distinguir si un proceso, práctica o institución constituye un fenómeno universal, o uno específico de la región/país/cultura/etnia estudiada. Se trata a menudo de alcanzar un precario equilibrio en este respecto, pues es tan peligroso ignorar el papel que juega la cultura en el proceso político, como avanzar demasiado en dirección de un relativismo conceptual. Está claro que este dilema continuará eternamente ya que no existe, al menos en mi opinión, una posición correcta al 100%, que sirva para explicar siempre todos los aspectos del sistema político de forma convincente.
Leyendo el pasado sábado en El País, una entrevista con el historiador John Lynch, biógrafo de Simón Bolívar y de José de San Martín, en la que hablaba de las revoluciones que llevaron a la independencia de numerosos países en América Latina, hace ahora 200 años, encontré un pasaje que me llamó la atención. Dice Lynch:
«La figura del caudillo, que normalmente procedía de una base de poder regional, supuso uno de los mayores obstáculos para el desarrollo de las naciones. La soberanía personal destruía las constituciones. El caudillo se convirtió en el Estado y el Estado en propiedad del caudillo. Paradójicamente, los caudillos también pudieron actuar como defensores de los intereses nacionales contra las incursiones territoriales, las presiones económicas y otras amenazas externas, fomentando, asimismo, la unidad de sus pueblos y elevando el grado de conciencia nacional. Los caudillos eran representantes y a la vez enemigos del Estado-nación…Desde el caudillismo primitivo, pasando por la dictadura oligárquica, hasta los líderes populistas, la tradición del caudillo fue dejando huella en el proceso político. Quizás la cualidad más importante de los caudillos, que les sirvió para sobrevivir a los avatares de la historia, haya sido el personalismo, descrito por un historiador como la sustitución de las ideologías por el prestigio personal del jefe».
Es imposible para cualquier estudiante de historia y/o política africana leer esto y que su mente no derive, casi de inmediato, a las descripciones hechas por académicos durante las últimas décadas de los estados africanos postcoloniales. La naturaleza patrimonial (o neo-patrimonial) de los gobiernos africanos, su dependencia en centros de poder regionales y/o étnicos, su carácter personalista, un falta de ideología… Muchos autores han visto en estas características sin embargo algo específicamente africano. Y sin embargo la notable semejanza entre las descripciones de los caudillos latinoamericanos del siglo XIX y algunos dictadores africanos del siglo XX parece demostrar que durante los procesos de independencia y de construcción nacional, la existencia de relaciones patrimoniales y de un poder político fuertemente personalizado, lejos de ser algo característico de una cultura, es más bien algo inevitable. Si esto es así, quizá lo importante para los académicos/estudiosos de historia y política africana cambiar su perspectiva y tratar de averiguar no que características propias del continente africano generan estos procesos, sino estudiar qué hace que estas dinámicas se alarguen en el tiempo y aumenten su intensidad, o cómo un sistema democrático puede emerger de esta situación.