La decisión hecha pública este lunes de la Fundación Mo Ibrahim (de la que ya he hablado anteriormente) de no conceder un premio al mejor líder africano este año, puede no parece tan sorprendente, a juzgar por las recientes noticias provinientes de Guinea, o más recientemente Níger. Que existen candidatos a este premio – como Thabo Mbeki, o John Kufuor – está claro y ya ha sido apuntado por diversos comentaristas. Pero también existen países cuyos líderes se encuentran definitamente lejos de ser favoritos, y cuya clase política en general lleva actuando durante años muy por debajo de las expectativas que de ellos tiene la sociedad civil. Y sin duda uno de estos es Kenia.
Cuando se pide a alguien que imagine el África más exótica y paradisíaca, con frecuencia las imágenes conjuradas (y mas si el sujeto es británico) suelen parecerse a las descritas por autores como Karen Blixen, en su famoso libro «Memorias de África». Estas imágenes se entrelazan con las del «Grupo del Valle Feliz» (Happy Valley set), colonos blancos que gozaban de injustos privilegios en las fértiles tierras del «Rift», de las cuales habían expulsado anteriormente a los habitantes (Masaai y KiKuyu en su mayoría), y en el que las extensas plantaciones de té y café se recortaban sobre los inigualables cielos africanos, y donde valientes hombres armados con rifles defendía a mujeres y niños de los ataques de fieras salvajes – y algún «nativo» díscolo.
La innegable riqueza de las tierras kenianas (donde ahora, además de té y café, se cultivan todo tipo de hortalizas y flores frescas que vuelan regularmente a los mercados europeos), junto con la permanencia de alguna de estas idílicas imágenes en parte de la población, tanto europea como keniana, explica la sorpresa y el horror con los que fueron recibidos los brutales sucesos de Enero y Febrero de 2008, en los que más de 1.000 personas perdieron la vida y 350.000 tuvieron que huir de sus casas.
Para aquellos más familiares con la realidad keniana, esta explosión de violencia no resultó menos horrorosa, pero sí menos sorprendente. Existen un gran número de factores que contribuyeron a estos sucesos que incluyen desde la exclusión social y económica a la que se enfrentan grandes capas de la población en Kenia (como en otros muchos países) a factores más específicos de la realidad keniana. De estos, la politóloga Susanne Mueller señala tres: primero, la falta de partidos políticos basados en programas ideológicos y no en alianzas clientelistas o basadas en identidades étnicas. Segundo, la pérdida por parte del estado del monopolio de la violencia, y la consiguiente difusión por la sociedad – un proceso que comenzó con la presidencia de Daniel Arap Moi y su uso de escoltas privadas, pero que se ha extendido a otros partidos y lideres políticos que utilizan desde grupos de jóvenes y bandas criminales (los famosos mungiki) a los servicios de seguridad del estado, para intimidar a rivales políticos. Y finalmente, un debilitamiento de las instituciones políticas (legislativas y judiciales) por parte del ejecutivo para favorecer la concentración de poder en la personal del presidente. El detonante inmediato de la crisis fue sin embargo el fraude electoral por parte del Presidente Mwai Kibaki (del Partido de Unidad Nacional PNU) – quien a su vez había llegado al poder en 2003 prometiendo una nueva época en la política Keniana – quien se proclamó vencedor en detrimento del líder de la oposición Raila Odinga, del Movimiento Democrático Naranja (ODM). Ante esta crisis política, la falta de confianza en las distintas instituciones – incluyendo no sólo a la clase política sino también a la comisión electoral y a los tribunales – hizo que la protesta popular inmediata adquiriera un caracter violento. Algo que a su vez desató los conflictos latentes en la población, lo que hizo que la violencia aumentase en intensidad.
La policía detiene a presuntos miembros de los Mungiki
Pero la falta de liderazgo político que permitió que esta violencia tuviese lugar, ha continuado durante la presente legislatura en Kenia. Así, la crisis política inmediata se resolvió con la creación de un Gobierno de Unidad Nacional – con Kibaki de presidente y Odinga como Primer Ministro, pero la actitud de la clase política y el comportamiento institucional continúa siendo muy deficiente. La publicación del Informe Waki (Waki Report) a finales del año pasado en el que la Commisión de Investigación de la Violencia Post-Electoral (CIPEV) criticaba duramente la actuación de la clase política y la utilización de la policía para llevar a cabo asesinatos de jóvenes de los barrios más pobres y de activistas políticos, fue recibida con total indiferencia por la clase política. El activismo sin embargo de la sociedad civil, y la mediación de un «grupo de notables» liderado por el ex-Presidente de la ONU Kofi Annan, ha hecho que este informe no cayera en el olvido, y que la política siguiera su curso habitual en Kenia. Así, el pasado mes de Julio el Informe Waki- junto con una lista secreta de nombres de políticos sospechosos de instigar la violencia – fue entregado al fiscal de la Corte Penal Internacional en la Haya. Pese a que algunas de las actuaciones de la CPI en África han sido extremadamente contenciosas (como se ha señalado aquí antes), en este caso la decisión de llevar el caso ante la CPI ha partido desde la propia Kenia, y cuenta con el apoyo de una gran parte de la población, como defiende en esta entrevista Maina Kiai, ex-presidente de la Comisión Keniana de Derechos Humanos. Además de la intervención directa de la CPI, en Kenia se establecerá también un tribunal nacional especial (que juzgará a algunos de los culpables), así como una Comisión de la Verdad qie aclarará la totalidad de los sucesos.
El Informe Waki llega a La Haya (ICC-CPI)
Estos son, sin duda pasos importantes, no sólo para depurar responsabilidades por la violencia, sino también para la regeneración institucional y de la clase política keniana, tras años de impunidad. La lección de dónde pueden llevar los comprtamientos electoralistas, manipuladores e irresponsables por parte de la clase ha política parece haber sido aprendido – por desgracia de forma trágica – en Kenia. Pero es una lección válida para el resto del continente (por ejemplo la situación de la política surafricana – supuestamente un modelo para el continente), y también fuera de él (como demuestran los casos de corrupción aquí en España, o el total desprecio por las instituciones democráticas de Berlusconi en Italia).